viernes, 3 de julio de 2009

I n f a n t e r í a
Una historia de La Triple Alianza

INVOCACIÓN

Si la tristeza te da caza te alcanza y te da
desesperanza
Y el aburrimiento te cerca
ciego
Seguí el consejo que sigue al poeta
borracho
Que sigue a su padre muerto:
Si el alma se te llena
de cosas inútiles
se te llena de sueños perdidos
Recorda el consejo
Este consejo
Este
No hay remedio mejor
lugar mejor
que el campo de batalla
Cualquiera
Cualquier batalla
Una carabina en un abrazo
Un campo arrasado
Y una bala con destino

Así que
Adiós adiós a todos
no me lloren volveré
un día de suerte estaré
de vuelta

Algún día volveré


Vi una vez a un hombre correr por la llanura de noche
Sombra plateada, los ojos como platos
ciegos, la lengua afuera y meado a fondo.
Corría ganando tiempo el hombre ese, en la llanura
rodeado de pájaros negros, de mal agüero
Los pensamientos negros pájaros, agujeros negros
Y el temor ganando tiempo.
Ganando tiempo el tipo corría
como si la muerte, yo, el jinete negro
le pisara los talones.
Acariciando el pasto que no dejaba de crecer, le
seguía yo, la negra, el jinete muerto, los pasos.
Y la luna seguía su derrotero, y los pájaros quedaban detrás,
y las estrellas negras como pensamientos.
Lloraba el hombre por sus días perdidos,
clamaba por unas horas, minutos
Morir en calma luego
Morir en una cama, en una trinchera en
un hospital pero morir después.


EL IMPERIO DE LA FAMILIA

Bala bala Balaam papá
amante de la guerra que trae
paz al guerrero
quietud al temor del otro fogonazo de luz
lejos va el guerrero a por paz los muslos doloridos
el campo santo el campo de batalla
carabinas bala el viejo
impotente
carabinas y adiós a las penas
no hay miedo comparable al de las trincheras
cuando corre como río la sangre
río dice y río ríe
no hay miedo comparable ríe y no hay
miedo entonces
bala la oveja la bala en la cabeza la luz en la lana
del pelo blanco
el don el regalo.

El sargento tambor William Drinkwater sirvió a la armada británica
27 años y 283 días
Se enlistó a los 14 en el 92° Highlanders en Westminster
con el número 1962 y fue dado de baja por la bala
que se le alojó
en el cráneo
durante el motín en Bairamghat in Oudh.

No le podía ir mejor al bebedor
Un amotinado amontillado le iluminó el cerebro
y enviudó a su hija.
Iluminada viuda britania del Gahgra river

116 días internado en toda su carrera
Una moderada lista de enfermedades victorianas:
fiebres, contusiones y venéreas.

Tres regimientos de caballería tres baterías artilladas de campo diez regimientos de infantería y
un batallón de policía
la fuerza irregular de Oudh
amotinada

Negros boqueantes, farfullantes,
politeístas sanguinarios, nos pasan a cuchillo
salen de la tierra, se arrastran como gusanos,
se trepan a las tiendas, se introducen, desgajan y se comen los restos

Corremos por la llanura que no corre
El miedo por delante, la muerte por detrás,
que pasea con largo tranco quemando hiriendo,
bendiciendo con su lengua multiforme la carne chamuscada
que crece, que brota de la tierra
Hieráticos dedos apuntando a la Luna

Las mujeres y los niños por delante
Les cubrimos la retaguardia
Los dejamos en Balrampur bajo la protección del pequeño
Rajá.
Diecinueve mujeres quedaron de los niños no hay registro.

Una hoguera reciente cenizas
carbones fríos
y pequeños huesos, como de pollo como de perro
Rodillas de agua, salimos como podemos.

22 millas hacia Nampara, luego Bahraich donde nos esperan
Bienvenidos a la fiesta
sorpresa
risas y bailes. Fabrican banderas con la piel blanca
le pintan soles, estrellas y pavos reales

Magnífica recepción de espectros lustrosos y dientes
afilados y cuchillos
estiletes

Artistas del despellejamiento

La ruta a Lakhmao a través de Bairamghat está en manos de los amotinados
Nos queda el río Ghagra y los caballos y somos tres noche

Amotinado irregular bien dice
Pone el ojo pone la bala
El ojo del cielo el ojo del mundo
El aire quemado la estela blanca
Viene la bala delante del humo
Hiende el aire y es aire y agua
lo que la siguen dentro de su cabeza
Pulposa la recibe y la guarda
Yo te guardo llena de plomo eres.

Amotinado irregular bien dice
Pone el ojo pone la bala
El ojo del cielo el ojo del mundo
El aire quemado la estela blanca
Viene la bala delante del humo
Hiende el aire y es aire y agua
lo que la siguen dentro de su cabeza
Pulposa la recibe y la guarda
Yo te guardo llena de plomo eres.

Flota en el río y es operado el sargento tambor.

Ofelia de uniforme se pasea río abajo
Los pensamientos esparcidos
alrededor de la cabeza en el río
Corona de flores lotos girando alrededor
Parece ahogado el tambor parece muerto
Pero sueña
El agujero en la cabeza
un pez que mordisquea y se lleva
algunas palabras
La bala del balaam negro que se unta de sangre
Duerme el niño tambor se lava y borbotea su seso
fluye en su cabeza el agua del Ghagra y
para siempre lo empapa
Papá con bala de río queda siempre flotando
y para siempre soñando.

“Esta es la bala que te doy” - me dijo.
“Este es el don”

No hay remedio mejor
Lugar mejor
Que el campo de batalla
Cualquiera
Cualquier batalla
Una carabina en un abrazo
Un campo arrasado
Y una bala con destino

Así que
Adiós adiós a todos
No me lloren volveré
Un día de suerte estaré
De vuelta

Algún día volveré

Viaja Ignatius
Parte para América buscando.
Patria y pertenencia busca
viajando Ignatius

Viaja el Ignatius que se piensa nuevo.
Come las olas, las millas marinas el hombre
con una sola certeza
Abandona la patria de su padre
el dios de sus hermanas
el amor doloroso de la madre
Y ya sin patria, sin dios y sin madre
sólo él con su bala
huérfano de toda orfandad
terrestre celeste
sólo con el mar como testigo es libre de creerse otro
Mientras el aire salado
espesado
en millones e gotas lo bautiza de nuevo
grita:

Yo Ignatius con mi bala y mi voluntad

Ignatius busca un paisaje anterior a la batalla
Tiene las cartas en sus manos y una sóla regla de oro
Un territorio pobre de historia
Una historia tan pobre por escasa
Que casi ni cuente
Ni se cuente
Un cuento tan vírgen como él
Ignatius elige y no sabe
Como cualquier extranjero no sabe
Ignatius elije
Su guerra y su patria
Ignatius no sabe y elige
Y eligiendo su patria se queda
Para siempre eligiendo y
Para siempre extranjero

En tierras de América
Se embarca Ignatius
El Pampa lo lleva
Con otros bravos
A una guerra triple
A una guerra que elije
Ignatius se embarca y sube

Guerra de la Triple Alianza

Suben por el Paraná, sube el barco.
Y la inercia
hace subir a los soldados,
Relucientes rechinantes corajudos.
Con corazas de lino y galones y estrellas.

Firmes suben la corriente.
La remontan.
La escalan firmes y en su sitio.
Dignos los oficiales que ofician de mascarón.

-A la proa dicen unos cuantos, y van
a mirar el río como pasa.

Curupaytí se pierde entre los esteros
como se pierde en la memoria la derrota
el mal momento.

Navegan haciendo la venia
los infantes
mientras los marinos
la sudan en labores propias del oficio
de conducir,
de navegar,
el bastión,
en paz por el rumbo incierto de la guerra.

Trunca la certeza de un destino una caldera
que al azar de un hierro mal forjado
estalla y
despliega estrellas cosidas
a un trozo de tela pegado a un cacho de carne
que antes fuera el de la venia
el de los bigotes
el de los hombros bien cuadrados
la espalda recta la bragueta abierta.
Noticias #

El vapor Aurora estalla de improviso,
caprichosamente
Y se lleva, enteros y en pedazos
a 329 hombres
de las fuerzas combinadas

Una y otra fuerza combinadas:
la fuerza que une los tejidos con los tejidos
los humores con los humores
el cuerpo con el alma.
Y la fuerza que desgarra
desde el fuego centrífugo fuego material que golpea
desde el viento caliente
que cercena con hierros voladores
en una exhibición fantástica de las leyes
de gravedad violentadas
a los ojos profanos
por el fuego divino.


Una y otra fuerza escoran el barco
y lo vacían
de destino.

Aún no comenzó la guerra y el cielo y el infierno
se reparten las bajas

El enemigo perfecto:
el que no se mata hiere o lastima.
De ese se huye, a ese se le abandona el bastión
que ya ha cedido, crujiente, calcinado.
El fuego devora la muerte y
la bala
en mi bolsa
se repliega se retrae.
Busca el olvido.
No sirve para marcar un destino.
Metal inútil
sin dones
ni palabras que le den entidad.
Una bala
sin fuego sin voluntad de ser.

Y así huyo, escapo como puedo.
Piso hollo cabezas huecas y a medias completas.
Camino como sobre el agua
incendiada de gritos y brillores.

¿Es esto una batalla?

¿Es sólo una derrota sin guerra?

Es la maldita muerte que ciega siega y siega

¿De qué lado está, de qué bando?
¿Pelea esta guerra?

¿A quién ampara?

No a mi, no a mis compañeros de bando
que saltan en fuego por la banda derecha
mientras la nave escora y vuelca
su contenido de miedo y huesos triturados y carne hervida.

Se toma una mano de mi tobillo.
¿Qué quiere?
Es una mano a punto de no ser más que escoria
recuerdo sin derechos
rescoldo de hoguera.
Me toma del tobillo, me detiene en la huída
Quiere brindar conmigo por la primer batalla
Perdida.
Quiere ser mi guía en el infierno.
Pero no estoy dispuesto.
Tengo mi bala, necesito la vida.
A falta de mandoble con que desgarrarla de mi hueso
me agacho gentil,
acaricio los dedos
los ablando
les doy confianza.
Y cuando aflojan su nudo alrededor de mí, los separo.
Los alejo y despido.

Corro, corro sobre el agua
sin mirar atrás.

Y entonces llega el humo.
Llega y se agranda y se mete entre los árboles enmarañados de la costa.
Se mete en los ojos de cientos, de miles
de mosquitos
que despegan de las aguas calientes y negras de tizón.

Y los hombres se pierden.
Y lloran por sus ojos quemados.
Y buscan a tientas algo
que no saben qué es.
Algo que parezca una salida
de este limbo de fuego
que
más allá del barco perdido se sigue extendiendo
como
un alud de desgracias.

Y entonces llega el humo.
Y la costa
se borronea y confunde.
Y los hombres
pisan mal
y de pisar así pierden el pié
y
unos sobre otros
se beben las aguas, las larvas
no nacidas aún.

Y se despiden de esta guerra sin haber peleado más
que con su propia nave
con su propia maquinaria
con su propia mala suerte.

Visiones de Ignatius
Los Monos

El barco estallado escorado es tomado
por la corriente.
Se aleja entre fuegos y humos
de maderas telas sogas ratas
carne humana y pieles.
Se aleja gruñendo y se lamenta
el maderamen tomado por las llamas.
Y la selva
le devuelve el griterío:

Son los monos que
azorados contemplan un aquelarre
único.
Un espectáculo que la selva no podrá olvidar.
Que queda
en la leyenda de hombres y palmípedos.
Que es hablada
por unos y otros.

Y lo será hasta que la selva los silencie a todos.
Y a sus descendientes.
Hasta que la selva olvide.

Corre Ignatius por la tierra roja.
Chapotea en la sangre
de los vencidos
en la primer batalla.
Espanta a los predadores.
Tropieza alborozado.
No huye no escapa
baila en el camposanto
una polca:
El chamamé de los hombres nuevos.

Se adentra en la selva.
El broderie de la vegetación.
El ajuar verde de la novia loca.
Palos con ruedas sombras.
Como árboles.
Y cuerpos picoteados.

Giran alados los rapiñeros
giran los cuerpos giran las ruedas.
Cuelgan babas de carne.
Se deshacen se deslizan
los humores por el palo.
Pedestal pié en tierra.
Y enterrados en el cielo
disgregándose en infinitos picos
en las infinitas chorreaduras
del palo pastoso…

Alto ¿Quién canta?
Quien como yo celebra la nueva vida
desde este humus
fundador y fecundo.
Carne y maleza.
Allí en la rueda.
Uno de tantos
que no se lamenta que no agoniza en silencio.
Subo a verte compañero.

Subí y vi.
Al hermano desollado
asomándose a la muerte
feliz de dejar la guerra
contento con su destino.
Espantando pájaros y moscas
negras como piedras antiguas
joyas con que se adornan los muertos
para el viaje.
Desaté al camarada para que
la muerte mirona asomona
no lo tuviera allí expuesto
despatarrado e indefenso.
Y allí va
deslizando sus fragmentos por el palo.
Descendiendo de la rueda
hasta el suelo.

Otra rueda otro destino.
Un pobrecito se muere en mis brazos.
¡Descubro!
Patitieso el hombre no exhala
el alma con su último aliento.
Es un ruido la desaparición total.
Es como un crepitar lo que se lleva el ánima.
¿Pero, tironea aún la vida de sus pies?
¿Del izquierdo?
Miro y veo.
Su pie otrora calzado, desnudo ahora
y en manos extrañas.
Ya no le pertenece al finado
ahora su dueña es la
mismísima
Finada.
Para decirlo en otras palabras:
Tira un reluciente esqueleto de su tobillo
desfleca la carne rígida
que da
con gesto soberbio
de comer a los cuervos
mientras busca y rebusca y rebuzna
hasta encontrar el hueso.
La tibia el peroné.
Si tuviera ojos la malvada
le brillarían ahora
que ha encontrado lo que buscaba.
El cuerpo del pobre amigo
de repente
se retuerce
cuando ella, la finada reluciente
se lleva el hueso a la boca.
La tibia el peroné
Y es ese ruido la fuga del alma.
Es la lengua roja y viva de la muerta
inverosímil pedazo de carne
metiéndose en el caracú y
sorbiendo
desde allí
el alma.
Chupando se lleva el último rescoldo
del pobre hombre.
Y acabando con ello
queda el tipo vacío
como un mate de yerba lavada.

A mi alrededor
otras ruedas.
En otras ruedas lo mismo.
Cientos de finadas de lenguas rojas
sorbiendo el alma de miles de hombres
finados.
Calientes algunos yertos los más.

Ahora la hambrienta me mira.
Estoy lastimado golpeado
pero lejos aún de ser festín de caracú
para la flaca
la transparente
que gira su cabeza de órbitas negras
y me estudia
Acerca sus dedos de tratados de anatomía
a mi pié calzado
y empieza a desnudarlo
delicadamente
torciendo la calavera amorosamente.
Saca la bota que a ella no le hace
resistencia
y la media se desliza con ella
pegada.
Asoma la tipa su lengua roja
entre los dientes mellados y vuelve
su cabeza hacia mi.
Dejarme ir y cerrar así brevemente
mi destino.
¿Deshacerme entre sus dedos delicados para
deshacer la fuerza que me lleva
a mi con mi bala
a fundar lo incierto?
Fríos sus deditos acarician mi pie
Y este por si mismo
por su propia voluntad
decide
de una patada hace rodar a la finada
fuera de la rueda
al vacío
abajo
al que se desploma
como un saco de huesos.
Decide así mi pié por mí.
El es cosquilloso
yo tal vez
no.

Noticias

Ignatius, desciende de La Rueda
Y se interna en la selva paraguaya.

Descendido de la rueda
y devuelto a la guerra
sin disparos ni cañones
ni enemigos todavía
sólo cuerpos como ramas
como raíces como animales.
Muertos neutros.

Ignatius, a punto de reiniciar
su marcha concéntrica
sin reconocer recodos ni señales
ni estéticas
ni éticas
a punto ya de perderse nuevamente
en el mundo alucinado
y verde
es atravesado intersectado
por un armatoste trepidante:

Maderamen ruidoso
y catastrófico
tirado
por un caballo en los puros huesos
y conducido por aullantes pequeñas criaturas
niños sin más.

Carro caballo y niños.

Sigo al carro destartalado
y cubierto hasta los bordes
con su macabra carga.
Cuerpos sin vida despojos.
Destinos.

Y los niños recorren la selva
tironeando arrastrando
esos cuerpos.
Algunos tibios todavía.
Los otros, muertos de toda muerte
el alma ausente
ya chupada
por la bella de las cuencas vacías.

Cuco de lengua roja.

Con esfuerzo los suben al vehículo
que no se detiene por ellos:
el flaco caballo, medio muerto
es incapaz de pararse en medio de tanta ruina y
mucho menos arrancar después.

Es la inercia que lo mantiene andando.
Y ya desbordado hasta el grotesco
de cadáveres de guerreros
el carro llega al campamento

Geografías

La Curtiembre

Planeta de maderas y fogatas.
Mundo de despojos y de febriles labores.
Cientos de carros faenando sus pertenencias
al costado de las hogueras, donde se secan las pieles
de los cuerpos deshollados.
Pieles apergaminadas que el fuego hace crujir.

Hábiles los mocosos, expertos de ojos enormes
despojan a los despojos
de lo poco que tienen.
Tenue protección contra el filo del mundo.
Filo de cuchillitos que separan la grasa del pellejo
con habilidad exquisita
y arrojan el bollo delicado a la vera
de las hogueras
donde otros, de miradas igualmente ávidas
de fuego y perfección
tensan el desholle en bastidores
puestos a secar y lamen con trapitos
los restos de
grasa carne tendones
sangre
hasta lograr la superficie pulida
sin mácula
la superficie cabal.

Y entonces chiflan.
Los dedos en la boca
el aire saliendo sibilante y fuerte
entre los diques de los labios.
Chiflan y aparecen los viejos
que, con golpecitos y caricias
sobre sus pequeñas cabecitas
alaban, celebran las obras de los menores
y, eligiendo los mejores retazos
los toman cariñosamente y se meten
con ellos
en la espesura.

Entonces el escribiente prueba la pluma entintada
en su propia piel
en un brazo tan marcado
por las arrugas de una edad provecta
como por las rías de tinta
que recorren esos valles carnosos.
Detiene la pluma entintada de negro
en el aire húmedo de la maleza.
Tinta negra sobre pluma blanca.
Y, sin pensar
vacío de pensamiento propio
de necesidad
de propósito
escribe en el pergamino de hombre
cuidando la forma
de una caligrafía trabajada y hermosa
escribe lo que le dicta una voz
escribe la voz de una guerra.

Noticias

Una escuadra paraguaya
Perdida en la selva
Asalta y destruye el campamento.
Ignatius se une a la fiesta

Pasan corriendo los niños.
Chirriando las voces en gritos.
Aterrados huyen los pequeños desholladores
de hombres morenos y peludos
que saltan como monos
y descuartizan todo lo que se pone
a tiro de sus machetes chorreantes.
Corro yo
también con ellos y golpeo
y hiero con mi bayoneta calada
que también chorrea la sangre
de púberes despavoridos.

Ahora guío a los paraguayos hacia la
maleza
donde sé
que se escribe el relato de esta guerra.
Ellos en su lengua
yo en la mía
cruzamos
el borde pelado de la selva
del idioma.

Nos introducimos en la maraña de los viejos
y tajeamos y destruímos
plumas y personas
relatos infortunados y gloriosos.
Barremos con todo y con todos.
Los viejos imploran por una piedad que no les llega
y se retuercen en el suelo
con las plumas entintadas clavadas en los ojos
las manos deshechas las gargantas afónicas
de plañir en la inmundicia de sus esfínteres derrotados.

Y el fuego que no llega
que la selva húmeda nos niega
para quemar y hacer cenizas
de las pieles bellamente escritas.

Es entonces el fulgor destructivo
de esos hombres
y es mi baile festivo de aniquilación
del relato
que toma su lugar:
El lugar del fuego purificador.
El cuchillo y la bota y el barro
haciendo pasta, picando, moliendo
devolviendo a la muerte dueña
las pieles de los difuntos
los escritos de la guerra
dispersándose en el esponjoso suelo
de verdores rancios y de insectos glotones.

Como frutos deformes de la tierra húmeda
las vísceras de los pequeños se vuelven paisaje.
Flores los ojos abiertos
y arrancados.
Hojas las lenguas estiradas.
La muerte desnuda de ideales a los cuerpos.
Lo que no debe ser visto
es ahora bañado por un sol leve y verdoso.
Ligamentos y músculos se enredan
a los troncos de los árboles
y la grasa encharca los huecos
entre las malezas venenosas.
Tanto que se desvela en la naturaleza
profunda y horrible de toda belleza.

Pasea Ignatius por el estero:
Una botella en la mano y la carabina
cargada.
Canta viejas canciones inglesas traicioneras
como aullidos a una luna siempre ausente.
La guerra no lo ha tratado bien
pero no se queja.
Recuerda a su padre casi muerto
pronunciar su discurso único
acerca de la felicidad sin fronteras
de una guerra cualquiera.
Añora Ignatius sus sueños
de una patria propia
y maldice la suerte
de encontrarse esta noche
en el otro lado en el bando ajeno
paseando borracho entre fantasmas negros
otrora luminosos oficiales de un batallón porteño.
Valiente muchachada aristocrática
vistosa y despreocupada.
Muerta sin entrar en batalla
por un azar del fuego
en una máquina sin deseos
ni voluntades.
Mala suerte se dice Ignatius.
Mala suerte le grita a sus compañeros quemados.
La Patria debe esperar a que el soldado inglés
recobre sus cabales del alcohol y la nostalgia.
Pero la Patria es paciente se dice el militar
La Patria puede esperar compañeros

Seiscientos son los hombres perdidos
con órdenes encontradas y huellas
desencontradas entra las malezas y
charcales de los esteros.

Seiscientos paraguayos que se movilizan
sin orden ni órdenes precisas
buscando sus escuadrones sin vaqueanos
muriendo por las picaduras de las rayas
pez demonio de cola de aguja
apenas hundido en las turbias aguas
esperando a los pies sin botas.

Infecciones, fiebres y hambres acompañan esta
marcha desordenada.

Ignatius sumado y aceptado en su condición
gringa
marcha en su desesperación por salir
del atolladero.

El orden aparece como un efecto natural.
El orden se reinstaura ante el enemigo
a la vista.
Se agrupan los seiscientos
se organizan las avanzadas
se acomoda la retaguardia
se acampa a la espera.
Reclutamos guaraníes a la fuerza
una avanzada sin exploradores
es una escuadra perdida.
Lustran sus armas los hombres
le quitan el moho que las hacen pesadas
les aclaran los filos
como silbidos de sus bocas desdentadas.
Una cuerda se estira entre los seiscientos
un deseo sume la anarquía
de la marcha sin propósito
en el orden cerrado del soldado sediento
de batalla.

No es más mortal el argentino
que el hambre
las fiebres
las rayas venenosas
la infección de la podredumbre
de la carne mojada.

Pero no se prestan al combate
los insectos ni la falta de carne roja
ni las debilidades de una marcha forzada.

Hombres contra hombres
cuerpos parecidos
iguales.

Prójimos a quienes desgarrar
banderas que tomar
de manos yertas
para atar en los carros mentirosos
de los triunfos fugaces.

Mañana será otro día
rezan
los que saben
que la suerte de una batalla no define jamás
una guerra
y que el muerto vuelve su cara horrorizada
y se le apaga la mirada
en nuestros ojos
prometiendo volver por nuestras almas
cualquier otro día
en cualquier otro paisaje
en cualquier otra batalla.

La selva se detiene abrupta
donde congéneres árboles
cortados
tomados para la causa
pelados a hachazos
celebran el ingenio del hombre
en cientos de estructuras.
Carpas mangrullos cocinas.
Casuchas donde detener la selva.
Donde se detiene la guerra
donde se recuerda la casa.
Troncos desbastados firmes.
Perros guardianes.
Soldados del orden.
Soldados y perros
a su sombra incompleta.
Ladran jubilosos los perros
al paso de la formación
perfecta geometría concertante
de la escuadra militar.
Vistosos los hombres en la parada
exhibiendo sus mejores ropas y armas de batalla
elegantes modelos argentinos
en la pasarela viril
de espaldas a la selva
y sus intrincados pasajes.
De espaldas al enemigo
que no desfila
que espera en los bordes
con cuchillos entre los dientes.
Con un ejército de flacas calaveras
de lenguas rojas
impacientes y rezongonas
que espera en los bordes
a que sus hombres
sus fieles inocentes
comiencen la obra.
La representación de la muerte
la batalla arrasadora
que conquiste para ellas
caracúes y almas bellas y educadas
para manosear las vértebras
y sacudirlas en un cubilete
de cuero
mezlcándolas y preparándolas
para un nuevo armado.
Un entramado diferente
de cuerpos despojados
de su anterior estado
antropomórfico
imagen y semejanza, dicen
de un creador
que los crió armoniosos y nobles.
Esperan las lenguas muertas
sorber de esos huesos
cuando la forma del hombre
sea violada por la naturaleza grotesca
de los machetazos a mansalva
y los empujones y desgarramientos del combate.
Multitud de nuevas formas y
combinaciones de cuerpos
derrotando la lógica de los tratados
de anatomía
de los estudios
con que los antiguos
definieran conceptos.
Esperan los paraguayos
a las puertas de la selva
en el linde con la naturaleza educada
a que los argentinos
en su eterna y confiada elegancia
terminen los desfiles y
las rutinas hermosas de la guerra
anterior a la batalla.

Así decidí mi pertenencia.
Espiando desde el enemigo
las bellas ceremonias,
los alzados perfiles de mis hombres.
Así decidí mi bando.
Y el de mi bala.
El del don
de mi padre Ofelia.
Saliendo de la selva al claro,
de espaldas a los disparos paraguayos,
recibiendo mi primer herida.
Traicionando una confianza
y mereciendo otra
entré en el sancta santorum
del orden argentino.
Brillante como plata roja mi sangre bautismal
entré en andas
de esos brazos bien vestidos.
Entré en el fuerte
saliendo de la selva al claro.

Duerme ahora el Ignatius recobrado
para sus sueños.
Vuelto al seno de sus hombres preferidos
territorio apto para la gloria
de la buena guerra.

Entre sueños la fiebre le acerca compañía:
Traje de civil arrugado sombrero en la mano
lo visita.
Depilado y perfumado
la visión le habla
indaga su pasado
escarba sus deseos.
Mientras sube la temperatura
Ignatius se sincera
con un hombre que dice ser
argentino.
Que dice temer y despreciar
a la selva.
Que se jura
mantenerla a raya.
Ignatius que vuela ya alzado por
la temperatura de su sangre derramada
por la herida paraguaya
grita aúlla la advertencia:
Seiscientos hombres.
Desesperados
perdidos en la selva
con un solo objetivo.
Grita aúlla la advertencia.
Entonces es tomado por los sobacos
-con cariño y respeto-
es conducido
al mangruyo del campamento.
Arde el aire de la selva y su fiebre
lo lleva volando.

Enorme extensión de selva vaciada
y carpas blancas
primorosamente dispuestas en combinaciones
geométricas.
Padre fecundo
se depila el argentino la nariz
y relata
los infortunios y sinsabores
que lleva
derrotar esta selva
a diario.

Y debajo
entre las patas del mangrullo
la trompeta llama convoca
a cientos de vistosos guerreros
y ayudantes afanados detrás de las hombreras
con cepillos para el polvo.
Convocados por el argentino viento
en la plaza perfecta del campamento
hombres y caballos
brillantes lustrados peinados.

Nobles criaturas vehículos cuidados
soldadesca de élite
desfilando.
Saludando y saludados
por mi mentor el arrugado sonriendo
y exhibiendo sus doradas tijeras.
Devolviendo las atenciones
de tan valiosa corte.

Una y otra vez pasan los uniformados:
orden de batalla
orden cerrado de combate
ceremonial
pasodoble
gallardía
perdición.

Se acerca el argentino
al abismo
del alto del mangrullo
dice, presenta, anuncia:

“al representante del general mitre, el ilustre caballero inglés designado por el alto mando para conducir a tan noble compañía de patriotas al triunfo”

Y me señala me apunta.
Posa sus dedos graciosos sobre mi herida sangrante.
Ignatius de Fotheringham representante.
Tal representante de tal general de tal patria futura.
A punto de apagarse la luz en mi cabeza de lana
el argentino depilado me toma de los hombros.
Mancha su traje claro
con mi sangre roja.

Mira mis ojos mientras se oscurecen.
Asiente con su cabecita pulida
y me promete la carta a la nación:
El papel y la tinta que certificarán
el amor por una patria nueva
y en amorosa retribución
mi nueva ciudadanía argentina.
Dice en un susurro
y leo en sus labios
-Así es, mi amigo.
Así es, y será.
La nueva patria me recibe
entre los brazos depilados de un escriba.

“La más bella muchacha de una guerra
es aquella a la que se sirve un destino
de la que uno se despide sin saber si volverá
pero convencido de que el sacrificio vale
en el tiempo detenido de una guerra.
Entonces no dudemos y alcemos las banderas
calemos las bayonetas
y como sentados en las rodillas de un padre generoso
cabalguemos
en busca del campo de batalla.
La gloria es esa colina
que siempre se aleja.
Es esa felicidad que tiembla en las manos
mientras nos traga el humo
de la pólvora.”

Y así dicho
las tropas se alistan
al redoble de tambores.
Se despiden los hombres
de las pocas mujeres del campamento.
Ellas juntan las manos
se abrazan los cuerpos
viendo partir a los valientes
hacia la niebla.

-No lloren- les grita
Ignatius.
Espléndido
brillando en su nuevo uniforme
argentino.
Volveremos cargados de estandartes
y futuros prodigiosos.
Volveremos para convertirlas
en nuestras
madres amadas.

Salimos al galope
rodeados de jóvenes y niños
en algarabía uniformada.
Atravesamos las callejas
del campamento
avanzamos hacia el enemigo
que nos espera con idéntica
alegria y miedo.
Espoleamos los caballos
en la embestida
que entierra nuestra
última duda
en un griterío guerrero.
Allí los vemos como ellos
nos ven:
Venir en estampida
Las bocas secas y abiertas al viento.

A vuelo de pájaro
se ve la selva retroceder
al paso veloz de esa caballería
que de un momento para otro se torna suicida
abandonada en medio de su carrera
por la gran mayoría de la soldadesca
que a las órdenes de los viejos oficiales
clavan las guampas con fiereza
giran en redondo
y vuelven al campamento
en retirada.

Avanzan los argentinos
en dos direcciones
que indican destinos diferentes:
Contra el enemigo van los hermosos
los puros
guiados por el extranjero patriota.
Y vuelven sus espaldas al
fragor y fuego
los demás
que se cobijan en brazos
del orden cerrado de un desfile
que de inmediato conmemora:

“La derrota honorable de nuestras tropas, inferiores en números pero superiores en ardor guerrero”

Entonces no lloremos por ellos
los héroes de la patria
que se desangran
en el campo enemigo
mientras son ejecutados
uno a uno con un tiro de gracia
o un machete desafilado.
No lloremos porque ellos volverán.
En los cuadernos de la infancia
en la emoción de los guardianes de la patria
que
con los ojos desbordantes de agua
salada
desfilan a los pies del mangrullo
mientras el argentino arrugado
depilado,
con un ojo complacido los alaba
y con el otro
atento
vigila
el humo que sube del frente enemigo
y la algarabía del triunfo paraguayo.

Yace Ignatius
entre patas de caballos
y brazos de hombres.
Derribado.
Yace cara al barro
besando la tierra
que será su tumba.
Y en una visión única y
privilegiada
un recorte sólo para su ojo
ve a la distancia,
a la enorme distancia
inhumana distancia
que separa
los cuerpos masacrados
de los sobrevivientes refugiados
ve
al argentino
exhibir
la carta prometida
el papel que convertiría al huérfano
en hijo favorito de la patria.
Cruzando el cielo sucio de pólvora
la mirada de uno se ancla en la del otro.
Exhibe el arrugado depilado
la carta
la agita en despedida
del iluso
que a guió las tropas inquietas
fuera del orden invernal del campamento.

Lo vi.
A través del fuego que devoraba
pastos y compañeros
lo vi.
Con el gusto de mi sangre
y de mi barro
en la boca.
A través del agua traidora
de mis ojos.
Lo vi
En el tiempo detenido
mientras las sombras oscurecían
el campo
entre nosotros
brillar como si ninguna luna
pudiera ensombrecer su triunfo
sobre los inquietos
sobre los resueltos.
Rodeado de sus escuadrones otoñales
y ciegos.

Habíamos marchado juntos a la batalla.
Habíamos cantado juntos los cantos solidarios
del tiempo excepcional de la guerra.
Y recordando las palabras de mi padre
saqué la bala de mi canana
la cargué en mi rifle húmedo
apunté a ese punto lejano
y mi dedo se relajó en el gatillo
se acostó sobre el fuego destructor
y preciso.

Voló la bala
que el Balaam negro
de papá
dispensó alguna vez
a un soldado colonial
en huída
en un río
en otro mundo.
Cruzó el mar
-la bala-
y una selva
en la carabina de un hijo huérfano
para encontrar
un destino miserable
en las entrañas
de un extraño depilado
bufón arrugado
de una patria esquiva.
Entonces, no me lloren
porque voy a volver
algún día de estos
un día de suerte
me verán volver
de frente al sol
entre las nubes blancas
de un cielo azul.

Un soldado inglés
cubierto de cicatrices
presenta a nuestra consideración
una nota
escrita con tinta negra
sobre un pellejo depilado.
Dice el gringo
que es una carta de amor escrita hace mucho
y reclama
en nombre de
sus heridas y dicha circunstancia
una ciudadanía que
le es y será para siempre
esquiva y ajena.


Ví una vez a un hombre correr por la llanura de noche,
sombra plateada, los ojos como platos,
ciegos, la lengua afuera y meado a fondo.
Corría ganando tiempo el hombre ese, en la llanura.
Rodeado de pájaros negros, de mal agüero.
Los pensamientos negros pájaros, agujeros negros
Y el temor ganando tiempo.
Ganando tiempo el tipo corría
como si la muerte, yo, el jinete negro
le pisara los talones.
Acariciando el pasto que no dejaba de crecer, le
seguía yo, la negra, el jinete muerto, los pasos.
Y la luna seguía su derrotero, y los pájaros quedaban detrás,
Y las estrellas negras como pensamientos.
Lloraba el hombre por sus días perdidos,
clamaba por unas horas, minutos
morir en calma, luego,
morir en una cama, en una trinchera,
en un hospital,
pero morir después.

Lástima, yo soy el jinete, soy el aliento negro, soy el tiempo.